lunes, 2 de octubre de 2017

La guerra del odio

Niños hablando en el parque hacen efusivos comentarios que aluden una guerra. Flechas, espadas y balas se cruzan en forma de palabras intentando idear la mejor estrategia para acabar con el rival. Niños felices, que por la mañana van al colegio y por la tarde meriendan bocadillos de Nocilla, hablan en su tiempo libre de cómo colocarían sus tropas para derrotar a los soldados enemigos. Desde su inocencia no imaginan a los hombres muertos en el suelo, los caballos heridos corriendo desorientados, ni la sangre empapando la arena. No entienden el horror del que hablan.

La guerra, monstruosa, que coloca el odio en el alma de las personas haciendo que levanten sus armas y apunten a otros hombres para, al final, acabar con sus vidas de forma indiscriminada mientras se miran a los ojos; tiene como consecuencia una montaña de cuerpos y un orgullo engrandecido que se limpia las manos y la conciencia con la sangre de sus abominables contrincantes.

Sin embargo, el verdadero resultado es que los niños, ahora con una voz grave que demuestra su condición de hombres, sigan discutiendo, entre risas, cuál es la mejor forma de defender su país, cambiando la inocencia por ignorancia que sigue obviando el verdadero significado de guerra. Todo por la patria; tu vida por las personas cuyo color de piel sea igual que el tuyo.
 
Siento pena al escuchar el tono superficial y frío con el que hablamos de la masacre. Siento pena al saber cuál es la justificación de las personas que la defienden. Siento pena al entender que es imposible imaginar un mundo sin guerra. Siento miedo al observar el odio irracional que nos separa, a través de muros levantados por nuestro atrofiado entendimiento, y se materializa en fronteras que dividen el mundo en colores.

jueves, 27 de julio de 2017

Eres Luz

Detrás de tus ojos veo
luz, que atraviesa tus mieles
y alcanza mis pupilas
grandes, tranquilas, expectantes.

Se refleja. Se expande hasta
envolvernos, y nos atrapa
en una claridad blanca
de la que no puedo salir.

Ya no veo nada. Tu luz
resplandeciente me ciega,
pero mis manos inquietas
aún acarician tus labios
y los desean.

El destello se torna
incandescencia que arde,
y ahora son las llamas, las
que nos envuelven y atrapan.

Detrás de mi espalda siento
calor, que perfora mi alma
y alcanza tu pecho fuerte,
seguro, tranquilo, valiente.

lunes, 1 de mayo de 2017

Golondrina

Se abrieron las puertas y empecé a correr con los brazos abiertos como si fuera un pajarito de los que se posan en el almendro de casa de mi abuelo. El aire de Abril rozaba mi piel después de una hora haciendo difíciles ejercicios de matemáticas en una clase en la que habían olvidado apagar la calefacción. Hacía un día muy apacible, con un sol radiante que iluminaba todo el patio sin una nube que se lo impidiera. Lo que más echaba de menos del cole era el recreo, momento de perfecta libertad. Disfrutaba del bizcocho que mi madre había cocinado, envuelto y guardado cuidadosamente en mi mochila; jugaba con mis amigos al Escondite y, lo mejor de todo, corría ligera y delicadamente simulando que podía volar. Ora era un avión, ora una mariposa. A veces incluso gritaba para liberar toda mi energía y era entonces cuando me salía fuego por la boca y me convertía en dragón, la sensación era casi mágica.

Hacía una semana que no veía a mis compañeros, y me dirigía hacia ellos cuando un zumo de piña que me golpeó en la cabeza interrumpió mi vuelo. Me agaché a recogerlo y, cuando me estaba levantando, cuatro manos me sujetaron los brazos y otras dos me vendaron los ojos con un sudado pañuelo morado. Llena de pánico fui arrastrada hasta un sucio rincón con chicles pegados en el suelo. Mis secuestradores me devolvieron la vista entre risas cuando vieron resbalar una lágrima por mi mejilla derecha. La sonrisa de mi compañera fue lo primero que vi, y sus crueles palabras lo último que escuché: “Solo hago esto porque se que te gusta mucho llamar la atención.” Rodeada por todas esas caras, algunas conocidas y otras extrañas, intenté gritar, pero mi garganta no arrojó ni una insignificante llama. Me cortaron las alas. No pude volver a volar.

domingo, 26 de febrero de 2017

Demostrar felicidad


El ser humano busca, por defecto, la felicidad. Está en nuestra naturaleza. Ansiamos ser felices. En este texto no voy a reflexionar sobre si esa felicidad realmente existe, sino de cómo buscándola desesperadamente construimos el muro que nos impide conseguirla. Más aún, construimos el muro que nos lleva a la infelicidad.

Cada día miramos nuestros teléfonos para ver la maravillosa vida que tienen otros: los lugares que están conociendo, el restaurante en el que están comiendo, las personas con las que se están riendo... Vemos lo felices que son y anhelamos estar en su lugar. Es por esto que cuando somos nosotros los que nos vamos de viaje no olvidamos subir a nuestra red social preferida una foto con nuestra mejor sonrisa. Mostramos a los demás lo felices que somos.
Mejor dicho, intentamos demostrar que somos felices. Nos comparamos, compitiendo por quién de nosotros tiene una vida más guay. Hay personas que se fotografían con ropa deportiva para demostrar a los demás que “cuidan su línea”, aunque en realidad solo vayan al gimnasio para hablar con su grupo de amigos. Otros por su parte, deciden romper una conversación interesante para hacer una foto, solo para demostrar a todos sus contactos que hoy han salido con amigos.

Me pregunto si la persona que finge hacer deporte se siente realizada al llegar a casa, o si la persona que interrumpió el momento con sus amigos se alegra realmente de haberlos visto. No lo sé, tal vez sí, pero no creo que se pueda alcanzar la felicidad fingiendo ser quién no somos. Sin aprovechar nuestra vida, solo aparentando aprovecharla. Nos quedamos en el intento. Nos quedamos enseñando momentos que no hemos vivido y aspirando a ser personas que solo fingen ser felices.

Prefiero disfrutar mi desayuno, aunque nadie lo vea.

Allí

Ver allí
donde ya nadie mira,
más allá de las luces:
tranquilidad, esperanza.

Oír allí
donde ya nadie escucha,
más allá de los ruidos:
tranquilidad, música.

Respirar
alrededor del humo y
sentir allí
donde ya nadie puede sentir,
más allá del frío:

 tranquilidad, amor.

Futura profesora de PACOTILLA

Me llamo Lea, tengo 18 años y estudio Magisterio en Educación Primaria.
Los niños son lo mio, me encantan. Es este el motivo por el que escogí esta carrera.  Además, claro, de por la calidad de vida que tiene un profesor: buen horario, buenas vacaciones, días de fiesta, excursiones...

Como he dicho  me encantan  los niños, pero quiero matizarlo: los pequeños dan mucha guerra y con ellos solo te dedicas a cambiar pañales (por eso descarté Educación Infantil), y a los mayores no hay quien les pueda enseñar nada porque la mayoría  ya están empezando con el pavo (por eso descarté también el instituto). Me gustaría trabajar con niños de 8 y 9 años.

Pero bueno, todavía no estoy muy preocupada por eso. Paso a paso. Suficiente tengo con aprobar primero, que ya se me está haciendo cuesta arriba. Las asignaturas de este año no me sirven para nada: historia, psicología, sociología... Solo relleno. Aunque las de segundo son peores, que ya me han dicho que hay matemáticas...Como sean muy difíciles no voy a aprobar.
Y si ya me está costando esta carrera que es lo que me gusta de verdad, mejor ni me planteo hacer otra después. 

Eso sí, estoy haciendo un curso de religión. No creo en dios, pero este curso abre muchas puertas, sobre todo en colegios privados, y hoy en día hay que asegurarse un puesto de trabajo.
Por último, quiero decir que nunca he sido buena estudiante, pero soy una chica extrovertida y entusiasta. Además, tengo experiencia cuidando niños, asique estoy emocionada por empezar a ser profesora.

Un saludo

Los días vuelan

Te despiertas, y apenas treinta minutos después ya estás corriendo hacia algún lugar al que llegas tarde. En el camino te cruzas con personas que corren también: una mujer con el moño bien apretado, y una chica con la melena recién lavada y alisada; un señor con bigote y un periódico debajo del brazo, un hombre trajeado que agarra con fuerza su maletín de cuero, y un grupo de jóvenes con las mochilas tan llenas, que a algunas de las cremalleras les es imposible cerrar. Personas diferentes, únicas, con una historia detrás de ellos que apenas puedes leer detrás del fuerte olor a perfume que desprenden a primera hora de la mañana. Te cruzas con ellas sin plantearte quiénes son, sin darte a penas cuenta de que son personas. Da igual empujar para salir de tu vagón de tren o tropezar con un carrito de bebé, es demasiado importante llegar a tiempo, no puedes perder tu tren. Además, suficiente tienes ya tú con lo que te ha dicho antes de salir de casa. Pero no tienes tiempo de pensar en eso ahora, tu objetivo es llegar sin que te pongan falta. 

Lo conseguiste, esta mañana llegaste a tiempo, por los pelos, y aunque te prometes que no volverá a suceder, sabes que por la mañana retrasarás la alarma del móvil de nuevo. Pero bueno, que más da, volverás a llegar si corres un poco, como hoy. Ahora toca descansar después de un duro día de trabajo: un poco de tele y a dormir. Ni siquiera pones las noticias, no son entretenidas, sino más bien desagradables, asique te decides por un programa de humor ligero, así despejas tu mente.
La mujer con el moño apretado de esta mañana coloca sus horquillas encima del tocador mientras le cuenta a su marido los detalles de la boda de su compañera de trabajo. La chica de pelo liso por su parte, aplica la segunda capa de esmalte rojo en sus uñas mientras escucha el último tema de su grupo favorito. El señor con bigote prepara la cena para su familia, y el hombre del maletín de cuero pide la cuenta en el restaurante más caro de la ciudad después de pedir matrimonio al chico del que está enamorado. El grupo de jóvenes está ahora separado, cada uno en su casa después de todo el día en la Facultad de Arquitectura.

Cada uno por su cuenta, cada uno a su vida. Todos preparándose ya para volver a madrugar al día siguiente, para volver a correr hacia sus respectivas responsabilidades. Cada uno tan ahogado en su propia vida que no le queda espacio para pensar en otra cosa. Mañana volverán a cruzarse, volverán a empujar para salir del vagón y volverán a pasar por alto que los demás son personas. Eso no tiene importancia cuando llegas tarde al trabajo ¿no? Da igual si en el camino te encuentras con niños que van al cole llorando, o con un equipo de barrenderos que empieza su jornada laboral; da igual que el coche que iba a pasar te pite porque no has respetado el semáforo en rojo; da igual que siga ahí el mendigo que te pide comida todos los días en el tren; da igual que en el mundo estén ocurriendo cosas horribles, no tienes tiempo de pensar en eso, tienes que llegar a tiempo.
De esa forma cuando llegues a casa por la noche te sentirás orgulloso, tanto, que merecerás un descanso, tanto, que de nuevo no tendrás tiempo de pensar en los problemas de los demás.

Mañana será otro día. Otro día igual que todos. Y así sigues, sin detenerte, corriendo de un lado para otro. Sin parar un momento, mirar a la persona que se sienta en frente de ti y pensar que detrás de ella hay toda una vida de alegrías y problemas, igual que la tuya. Sin parar un momento y pensar, y darte cuenta que no eres el único en el mundo.
Los días pasan, y pasan volando, y con ellos la esperanza de que nos miremos los unos a los otros como personas.